El Orgullo Celeste

Semanario Búsqueda de Uruguay 7 de julio de 2010

Con la actuación en este mundial y su incursión entre los cuatro mejores, Uruguay ha recuperado su mejor tradición deportiva. Hemos sentido lo que nuestros abuelos y padres sintieron. Vimos un país que ya no iba a una competencia deportiva simplemente a “desfilar” o, en el mejor de los casos, a competir, sino que –como en el pasado, como en la primera mitad del siglo XX- lo vimos yendo a ganar. Hemos revitalizado el orgullo de ser uruguayos, con el rescate del estilo de juego y del espíritu propio de la etapa dorada del deporte nacional. Este sobresaliente desempeño nos sugiere que es posible recuperar las mejores tradiciones. Si tuviéramos que hacerlo en materia económica: ¿qué período de nuestra historia deberíamos mirar? ¿Qué políticas habría que restituir? ¿Cuáles evitar?

 

Muchos cientistas sociales han intentado responder estas interrogantes durante las últimas décadas. Quisiera rescatar las respuestas de Ramón Díaz en su libro Historia económica de Uruguay, desde una perspectiva liberal; y las de Martín Rama en sus trabajos sobre crecimiento y especialmente en su artículo “El País de los Vivos”, desde un enfoque más institucional. Ambas interpretaciones quedan anidadas -aunque con matices- dentro de las nuevas teorías del crecimiento surgidas hace 25 años, en las que el progreso o estancamiento económico de una sociedad queda condicionado al tipo, desarrollo y calidad de las instituciones y políticas públicas. Y ambas coinciden, basada en las pocas estadísticas disponibles, en que el período de mayor avance económico y social (en términos relativos) se extiende desde mediados del siglo XIX hasta probablemente la década del 30 en el siglo XX. Fue en esa etapa cuando Uruguay, con una elevada inserción comercial-financiera y un estado fuertemente autónomo de los corporativismos, alcanzó sus mayores niveles de desarrollo relativo.

 

Para Díaz, ese auge económico uruguayo, que luego derivó en grandes éxitos culturales y deportivos, se cimentó en la Constitución liberal de 1830 y en las buenas políticas públicas adoptadas ya con mayor plenitud desde el fin de la Guerra Grande. Destaca, entre otras, la estabilidad política (quizás con la excepción de los levantamientos de 1897 y 1904), el cumplimiento del estado de derecho, la consolidación de los derechos de propiedad, la estabilidad macroeconómica basada en el respeto del patrón oro, la elevada inserción externa (con pocas barreras comerciales y financieras) y la relativa neutralidad de los gobiernos ante las presiones y los intereses corporativos. Como resultado, Uruguay alcanzó niveles de ingreso similares a los países desarrollados de la época y recibió grandes flujos voluntarios de emigrantes y capitales. Eran los tiempos en que competíamos y ganábamos en las grandes ligas económicas.

 

Pero para ambos autores, desde principios del siglo XX y con mayor intensidad desde la década del 30, la calidad de estas políticas públicas empezó a decaer y Uruguay fue perdiendo posiciones relativas en el mundo. Las políticas “neutrales” del siglo XIX se fueron transformando en políticas redistributivas que privilegiaron intereses sectoriales. Dicho proceso fue acentuado, según Rama, con la pérdida de autonomía del sistema político respecto a los actores sociales relevantes. El Estado fue capturado por el lobby de algunos intereses industriales que promovieron el proteccionismo y el modelo de sustitución de importaciones, por las presiones sindicales amplificadas en los Consejos de Salarios para desconectar la evolución de las remuneraciones de la productividad, y por las presiones de la sociedad para acrecentar el rol del gobierno en la economía, tanto a través de la expansión de las empresas públicas como de la burocracia estatal. Y el círculo vicioso sólo creció. Los propios corporativismos -“los vivos”-, en su intento por mantener o aumentar su participación en la “torta”, potenciaron aún más políticas que terminaron estancándola o achicándola. Con ello, en esa lucha resdistributiva vino el resquebrajamiento político, económico y social, con el consiguiente cambio de signo en los flujos migratorios y financieros. Fueron tiempos de empate o derrotas económicas.

Como en el fútbol, Uruguay también tiene hoy la posibilidad de rescatar en otros planos lo mejor de su pasado y volver a aplicarlo. Siguiendo las ideas de Díaz y Rama, en el caso de las políticas públicas, “las buenas tradiciones” deben buscarse antes de la década del 30 y, especialmente en el siglo XIX. Fue en esa época, cuando un mundo tan abierto y globalizado como el actual, nos ofreció la gran oportunidad de equipararnos con los países desarrollados. Y no la desaprovechamos. Gracias a una plena inserción externa, una sólida estabilidad macroeconómica y un Estado neutral, autónomo y subsidiario, logramos competir y ganar en esa nivelada cancha mundial.

 

Como en el fútbol, nada nos impide hoy repetir esa hazaña. Sobre todo si el equipo está unido, aborda los desafíos con humildad, construye consensos en la diversidad y antepone los intereses nacionales sobre los sectoriales.